Los primeros segundos son claves al planear tu objetivo.
@franciscogpr
Todos hemos tenido que presentarnos frente a un auditorio por una u otra razón: para dar un discurso, ofrecer un brindis o presentar un negocio. Si eres un emprendedor, entonces tendrás que persuadir a socios e inversionistas y, desde luego, vender tu producto o servicio.
Hablar en público es uno de los miedos y fobias más persistentes, y no sin razón: el instinto de supervivencia toma control de nuestro cuerpo y nuestra mente cuando nos sentimos inseguros, amenazados o bajo estrés, y la amenaza del costo social es una de las más acuciantes. Así como sabemos que casi todos sufrimos de algún nivel de pánico escénico, también sabemos que se puede educar y controlar para entregar discursos humanos, potentes y efectivos.
Una de las preguntas más prevalentes en los cursos y capacitaciones de oratoria y comunicación es esta: ¿Cómo debo iniciar un discurso?
Es una pregunta importante, porque los primeros segundos de un discurso establecen su estilo y su ritmo y, sobre todo, forjan una relación emocional entre los participantes. A fin de cuentas, recuerda que el auditorio no podrá “conectar” con tu producto o tu propuesta si antes no ha conectado contigo a nivel personal: escuchamos a aquellos en quienes confiamos, y confiamos en aquellos con quienes tenemos una relación.
Hay muchas formas de iniciar un discurso. Una de las más utilizadas es usar una frase de alguna persona famosa (Benito Juárez, Mahatma Gandhi o Martin Luther King, Jr., etc.) para dar “seriedad” e impacto a la presentación. En mi opinión, esta opción es ideal en un concurso escolar, pero rara vez funciona en una presentación de negocios. Por lo menos no así.
Otra muy socorrida es contar alguna broma, chiste o hacer un comentario gracioso, porque si la audiencia ríe, eso significa que vamos bien. Es una forma de conectar. ¡Esto es correcto! Dos personas que ríen juntas se conectan casi inmediatamente, alinean sus neuronas y se colocan de forma casi automática en el mismo lado de la ecuación. El problema con esta aproximación es que es de altísimo riesgo, pues tan valioso es un chiste bien contado… como desastroso uno mal contado. Como asesor de comunicación, recomiendo el humor como arma de ataque solo para aquellos que son excelentes contadores de chistes, o que ya tienen una relación previa con la audiencia. Nada hay más incómodo que el silencio que sigue a un chiste que no dio en el blanco. Evítalo a toda costa.
La opción que parece segura, y que encuentro en la mayoría de las presentaciones es, simplemente, presentar el tema y empezar a hablar. “Hola, gracias por recibirme, hoy vamos a hablar de la versatilidad de nuestros paneles solares…” y listo. Es una opción de bajo riesgo, pero también de muy bajo impacto, porque favorece el argumento sobre la relación. Es, sencillamente, comunicación mediocre.
Pero hay otra opción que, si bien no es la única, es la más efectiva en casi todos los casos; es relativamente sencilla, de gran impacto y una de las mejores formas de controlar el pánico escénico mientras se forja una relación real: el contar una historia.
EN UN PAÍS MUY, MUY LEJANO…
Ya hemos hablado antes de la ciencia del storytelling en la comunicación interpersonal. Nuestros cerebros evolucionaron para contar historias mucho antes que aprendieran a escribir o a describir procesos abstractos. Las historias se forjaron alrededor de fogatas en las cuevas de los hombres primitivos.
Las historias funcionan. Es así de sencillo. Y lo hacen por varias razones:
Las historias mueven las emociones.
Los seres humanos somos, en verdad, máquinas emocionales más que racionales: casi el 90% de nuestras decisiones son tomadas desde el centro emocional del cerebro. Las historias tienen elementos que conectan las estructuras neuronales que organizan nuestros sentimientos: tienen personajes, retos, sorpresas, soluciones.
Las historias no solamente informan, sino que inspiran y mueven a la acción. De poco sirve “convencer” con argumentos si el auditorio no hace algo al respecto.
Las historias se identifican con el que escucha.
Dos personas que escuchan la misma historia no oyen exactamente lo mismo. Cuando escuchamos o vemos historia, cada uno de nosotros conecta y se identifica con aquello que le hace más falta. Contar historias es, en un sentido, como “hablar en lenguas”, pues cada uno toma de la historia lo que necesita.
Cuando escuchamos una buena historia podemos decir “esto es justamente lo que necesitaba oír”, porque nuestro cerebro completa las partes que hacen falta para hacer que la historia sea “nuestra”, como si hubiera sido hecha para nosotros específicamente. Es lo que sentimos con un buen libro o una buena película: nos habla directamente, nos mueve y nos cambia.
Las historias liberan hormonas relacionales.
Las historias conectan. Cuando dos personas comparten historias el cerebro libera dopamina y oxitocina (las hormonas del amor y del placer), que facilitan que ambas personas se conecten entre sí, empiecen a pensar de manera similar, y se sientan bien en compañía del otro.
Esto, a su vez, facilita que las historias sean memorables y repetibles. Casi cualquier persona puede contar la historia del Arca de Noe, pero pocos pueden recitar los Diez Mandamientos. Probablemente los Mandamientos son más importantes, pero la historia del diluvio es más emocionante. Al final, recordamos las cosas que nos hicieron sentir.
Las historias mantienen la atención.
Las historias mantienen la atención del público, no solamente porque sean divertidas o emocionantes en sí mismas (aunque ayuda), sino porque nuestro cerebro está diseñado para buscar ciclos completos. Es decir, si empiezan a contarnos una historia, necesitamos saber en qué acaba. Cuando iniciamos un discurso con una historia y guardamos el desenlace para el final, el auditorio hará un esfuerzo inconsciente por esperar el arco completo.
Las historias, además, crean su propia tensión, pues a cada paso presentan nuevas exigencias emocionales: satisfacen al cerebro “racional” y al cerebro “emocional” como ninguna otra cosa, pues son la forma más natural de comunicación social. Nos encanta escuchar historias: está en nuestro ADN.
Las historias abren la puerta del argumento.
Las historias son un paso seguro hacia la persuasión, porque facilitan la conexión emocional antes de descargar datos, números y argumentos. Las historias preparan el espacio para una discusión en donde todos estén en el mismo equipo: humanizan y conectan a las personas y, por tanto, en un sentido, las sientan a la misma mesa; destruyen la barrera de la distancia o la desconfianza; bajan las defensas y las resistencias.
Es a nuestros amigos a quienes contamos nuestras historias. Por lo mismo, cuando contamos a alguien una historia le estamos diciendo: eres amigo mío, confió en ti. Tú puedes confiar en mí.
¿QUÉ HISTORIA ELIJO?
En términos generales, cualquier historia crea la relación que buscamos al iniciar un discurso. Sin embargo, no todas las historias son iguales.
Las mejores son las historias propias y reales: historias y anécdotas de la propia vida y experiencia, incluso si no parecen tan importantes o asombrosas.
Puedes iniciar diciendo “Ayer me topé con una señora en el elevador. La recuerdo levaba un peinado gigantesco…” y elaborar hacia el tema que te compete. Esta frase es un gran inicio, porque eleva la curiosidad, te humaniza y abre la puerta del asunto más profundo. Desde luego, más emoción equivale a más impacto: “Les quiero contar lo que me dijo mi padre en su lecho de muerte…” es una historia propia, real y de alta carga emocional que puede colocarte pronto en un gran lugar para dar tu discurso.
Otras historias posibles son las verdaderas, pero ajenas: historias sobre personajes conocidos, famosos o de la historia humana. Puedes hablar de Cristóbal Colón, o de Steve Jobs, y elegir una anécdota que hable de su carácter o su genio. Hazlo de forma entretenida y, si se puede, divertida: sumérgete en la inflexión, como si estuvieras contando un cuento a un niño de siete años. Incluso, si deseas iniciar con tu frase de Benito Juárez o Gandhi, hazlo incluyendo la frase dentro de una historia sobre Juárez o Gandhi. Entonces no será una frase flotando en medio de la nada, sino la vela que carga su propio barco.
Por último, puedes elegir una historia de ficción que transmita de forma alegórica el punto al que quieres llegar. Un cuento, una fábula, un personaje de los Hermanos Grimm o de Esopo: son grandes formas de hablar de algo sin hacerlo de forma directa. En tanto que son historias, mantienen todas las propiedades cognitivas y sociales de éstas.
Elige la historia que quieras, pero inténtalo. La siguiente vez que te toque tomar el micrófono, inicia con una historia y libera todo el poder del storytelling a tu favor. Verás qué fácil es tomar control de tu estilo y de tu audiencia si aprendes a contar historias. ¡Suerte!